Quirón *Mito*
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Quirón *Mito*
Pero si malo era el carácter y peor el comportamiento de la generalidad de los centauros, había casos en los que esta condición no era sino un sinónimo de bondad, sabiduría y ecuanimidad. Entre todos ellos, nadie destacó tanto por sus virtudes como el magnífico Quirón, el padre de la profetisa Tía, el mismo rey Quirón a quien se le confiara la educación de los héroes Aquiles y Eneas; el mismo de quién escuchara y de quien aprendiera Asclepio el que iba a ser su caudal de conocimiento sobre los misterios de la salud y la enfermedad. También Quirón apadrinó a Peleo. Quirón cuidó asimismo, del niño Diomedes en su cueva del monte Pelión; este niño al que sus padres tuvieron que renunciar que se convirtió más tarde en el héroe Jasón. También le fue encargada a Quirón la educación del hijo de Jasón, de Medeo, que sería más tarde rey de Media.
Por si pareciese pequeño el catálogo de hazañas del buen rey y mejor sabio, digamos que, cuando Heracles liberó a Prometeo de su eterno castigo, al que el Olimpo le había condenado por su valerosa ayuda a los hombres frente a los dioses, estos le exigieron, como pago, el sacrificio paralelo y voluntario de un inmortal. Heracles pensó en su amigo y consejero, Quirón, sabiendo que podía ofrecer su inmortalidad para canjearla por la penosa inmortalidad de Prometeo. El castigo de este héroe estribaba en que su sufrimiento no podía acabar, puesto que él estaba exento de la muerte. Quirón, sin embargo, no apreciaba la eternidad, pues él ya estaba cansado de tener que vivir por siempre jamás y buscaba en la muerte el refugio y el descanso, tras haber visto tanto dolor y tanta maldad en los muchos años de su vida.
Y Heracles se convirtió en el mensajero de la muerte para su buen amigo Quirón, sin querer hacerlo. Esto sucedió de la siguiente manera: cuando iba para Erimanto, en persecución de su cuarto objetivo, la caza del jabalí de Erimanto, Heracles pasó por las inmediaciones de la ciudad de Fóloe, aquella que habían arrebatado los centauros a los lapitas tras la batalla de revancha por la humillación sufrida en la boda de Pirítoo. Heracles hizo escala en ella, porque el buen centauro Folo quería aprovechar la ocasión para tenerlo como invitado en su morada. Para mejor servirle, Folo le ofreció el vino añejo que el mismo Dionisos había dejado allí hacía tantos y tantos años. El vino se abrió, y de la cántara surgió un incomparable y penetrante aroma. Ese aroma tan fuerte del vino dionisíaco llegó hasta el resto de los centauros y con él el recuerdo imborrable de lo que sucedió en la boda de Pirítoo y Deidamia. Todos se llegaron, en tropel, a la cueva de Folo, a acabar con quien hubiera osado ofender su memoria con el insulto del vino. Nada menos que se encontraron con Heracles y la lección pretendida al ofensor se tornó en una lluvia de golpes y heridas.
Uno tras otro, los centauros fueron cayendo a manos de Heracles y pronto comprendieron que la batalla estaba perdida. Corrieron a buscar refugio al lado de Quirón, con tan mala fortuna que llevaron hasta allí a su perseguidor. En efecto, Heracles iba tras los fugitivos, dispuesto a acabar con el máximo número de frustrados atacantes y siguió disparando sus flechas, sin darse cuenta de la presencia del sabio. Un dardo suyo alcanzó a Quirón, y Heracles, compungido, trató de detener sus efectos. Pero ya era demasiado tarde, el pobre anciano se retorcía ante el dolor cada vez más agudo de su herida. Cambió su inmortalidad por una tranquila y libertadora muerte, mientras el resto de los centauros se dispersaba en todas las direcciones, desapareciendo su fuerza para siempre.
En Fóloe, mientras tanto, el afligido Folo daba sepultura a sus compañeros y familiares, caídos en la inútil batalla contra su también amigo Heracles. Con tan horrible sino, que, cuando contemplaba una de las flechas mortales de Heracles, esta se le escapó de las manos y fue a clavarse como un aguijón en su pierna, causándole la muerte al instante. Al saber la triste noticia, fue Heracles quien dio por terminado el combate y regresó todo lo rápido que pudo al lado del fallecido Folo, encargándose en persona de que sus funerales fueran dignos de su bondad. Mientras Zeus hacía otro tanto, poniendo a su admirado centauro Quirón en el firmamento, en la constelación que repetiría la imagen del Centauro para el resto de los tiempos.
Por si pareciese pequeño el catálogo de hazañas del buen rey y mejor sabio, digamos que, cuando Heracles liberó a Prometeo de su eterno castigo, al que el Olimpo le había condenado por su valerosa ayuda a los hombres frente a los dioses, estos le exigieron, como pago, el sacrificio paralelo y voluntario de un inmortal. Heracles pensó en su amigo y consejero, Quirón, sabiendo que podía ofrecer su inmortalidad para canjearla por la penosa inmortalidad de Prometeo. El castigo de este héroe estribaba en que su sufrimiento no podía acabar, puesto que él estaba exento de la muerte. Quirón, sin embargo, no apreciaba la eternidad, pues él ya estaba cansado de tener que vivir por siempre jamás y buscaba en la muerte el refugio y el descanso, tras haber visto tanto dolor y tanta maldad en los muchos años de su vida.
Y Heracles se convirtió en el mensajero de la muerte para su buen amigo Quirón, sin querer hacerlo. Esto sucedió de la siguiente manera: cuando iba para Erimanto, en persecución de su cuarto objetivo, la caza del jabalí de Erimanto, Heracles pasó por las inmediaciones de la ciudad de Fóloe, aquella que habían arrebatado los centauros a los lapitas tras la batalla de revancha por la humillación sufrida en la boda de Pirítoo. Heracles hizo escala en ella, porque el buen centauro Folo quería aprovechar la ocasión para tenerlo como invitado en su morada. Para mejor servirle, Folo le ofreció el vino añejo que el mismo Dionisos había dejado allí hacía tantos y tantos años. El vino se abrió, y de la cántara surgió un incomparable y penetrante aroma. Ese aroma tan fuerte del vino dionisíaco llegó hasta el resto de los centauros y con él el recuerdo imborrable de lo que sucedió en la boda de Pirítoo y Deidamia. Todos se llegaron, en tropel, a la cueva de Folo, a acabar con quien hubiera osado ofender su memoria con el insulto del vino. Nada menos que se encontraron con Heracles y la lección pretendida al ofensor se tornó en una lluvia de golpes y heridas.
Uno tras otro, los centauros fueron cayendo a manos de Heracles y pronto comprendieron que la batalla estaba perdida. Corrieron a buscar refugio al lado de Quirón, con tan mala fortuna que llevaron hasta allí a su perseguidor. En efecto, Heracles iba tras los fugitivos, dispuesto a acabar con el máximo número de frustrados atacantes y siguió disparando sus flechas, sin darse cuenta de la presencia del sabio. Un dardo suyo alcanzó a Quirón, y Heracles, compungido, trató de detener sus efectos. Pero ya era demasiado tarde, el pobre anciano se retorcía ante el dolor cada vez más agudo de su herida. Cambió su inmortalidad por una tranquila y libertadora muerte, mientras el resto de los centauros se dispersaba en todas las direcciones, desapareciendo su fuerza para siempre.
En Fóloe, mientras tanto, el afligido Folo daba sepultura a sus compañeros y familiares, caídos en la inútil batalla contra su también amigo Heracles. Con tan horrible sino, que, cuando contemplaba una de las flechas mortales de Heracles, esta se le escapó de las manos y fue a clavarse como un aguijón en su pierna, causándole la muerte al instante. Al saber la triste noticia, fue Heracles quien dio por terminado el combate y regresó todo lo rápido que pudo al lado del fallecido Folo, encargándose en persona de que sus funerales fueran dignos de su bondad. Mientras Zeus hacía otro tanto, poniendo a su admirado centauro Quirón en el firmamento, en la constelación que repetiría la imagen del Centauro para el resto de los tiempos.
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