Jasón y los Argonautas
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Jasón y los Argonautas
Una de las muchas criaturas que crió el buen centauro Quirón recibió el nombre de Diomedes. El niño fue escondido en la cueva de Quirón, para así librarlo de la muerte segura, pues el rey Pelias, hijo de Posidón, estaba empeñado en matar a todos sus enemigos potenciales. Un oráculo le había anunciado que uno de los descendientes de Eolo habría de poner fin a su vida. En compañía de Quirón se educó Diomedes, pero su nombre fue cambiado prudentemente por el de Jasón, para evitar que las indagaciones de Pelias dieran con el paradero del muchacho.
Así fueron transcurriendo los años, hasta que un día, a orillas del río Anauro, y tras haber recibido la odiosa visita de la vengativa Hera, en forma de una pobre anciana que le pedía ayuda para cruzarlo, casi muere ahogado por la diosa, que había ido en su busca para castigarle personalmente por no haber recibido de él el sacrificio ritual. Con él topó Pelias, quien quiso saber quién era el joven que se encontraba de tal guisa. Jasón dijo que era un pupilo de Quirón, pero añadió su filiación de hijo del rey Esón y de la reina Polimela. Pelias quedó impresionado al encontrarse cara a cara con quien estaba dicho que había de acabar con él. Entonces quiso saber de Jasón lo que el joven haría si estuviera en su caso, pero sin decirle quién era quien le preguntaba tal cuestión. La respuesta de Jasón fue sencilla: él haría que el pretendido matador fuera hasta la Cólquide, en busca de aquel Vellocino de Oro que había sido colocado allí como recuerdo por Frixo, tras su milagroso salvamento. Tras sus palabras, Pelias hizo saber a Jasón que él era el rey, el mismo que le había perseguido desde la cuna. Jasón no se inmutó por tal anuncio, limitándose a aprovechar su presencia para exigir la inmediata restitución del reino que Pelias usurpaba. Contra todo pronóstico, Pelias accedió, aunque impuso a Jasón una sola condición para recuperar la corona.
Como es lógico pensar Pelias mandó a Jasón lo que él mismo le había contestado que haría en su lugar. Aunque hay quien dice que fue Hera quien le indujo a decirlo. El caso es que el pretendiente al trono debía ir hasta la Cólquide para traer consigo el Vellocino de Oro. Pelias explicó que estaba sufriendo constantemente la presencia del torturado espíritu de Frixo, exigiéndole que hiciera que su cuerpo, que yacía en las lejanas tierras de la Cólquide, allá en el Asia, fuera devuelto a Tesalia, para que su alma tuviera el descanso anhelado.
Si Jasón era capaz de realizar el viaje, desafiar a la bestia que guardaba el lugar en permanente vigilia, y luego se traer el cuerpo y el vellocino de vuelta a casa, Pelias estaba más que dispuesto a afirmar que, en ese caso, renunciaría gustoso a su discutida corona en favor de Jasón. A partir de ese momento, sería más que feliz por poderse retirar del poder, para limitarse a descansar sin más sobresaltos hasta el cercano fin de sus días.
Oída la petición del anciano, Jasón aceptó la proposición que parecía correcta y se puso en marcha una grandiosa operación, destinada a buscar por toda Grecia a los casi cincuenta primeros valientes, que quisieran ser sus marineros. A los casi cincuenta hombres que deberían acompañarle, atravesando toda clase de peligros sin nombre, en la arriesgada expedición hasta la Cólquide. Al mismo tiempo, para acelerar al máximo la partida se alistó el barco que habría de ser movido con las velas y con la fuerza de cincuenta remeros. De nombre recibió el apelativo de "Argo", que quiere decir “el veloz”, y hasta la generosa diosa Atenea colaboró en la preparación religiosa del navío que iba a ser utilizado para la expedición. Ella colocó la verga, tallada en la madera del roble sagrado de Zeus, sobre la proa del "Argo", para que su presencia abriese el camino y protegiera al capitán y a sus tripulantes de todos los peligros que estaban a punto de acecharles.
Mientras terminaban de preparar su embarcación, Jasón reclutó a los más bravos griegos, los cuarenta y siete hombres, una mujer y un tránsfuga, que junto a Jasón sumaban el número cincuenta. Todos serían conocidos como los argonautas. La mujer era Atalanta de Calidón, una célebre cazadora. Ceneo era el lapita tránsfuga que antes había sido mujer. Y entre los cuarenta y siete restante podría destacarse, entre otros muchos, a el máximo héroe Heracles, todavía en espera de la divinidad final; los hermanos Cástor y Pólux; Oileo, el padre de otro héroe, el gran Ayax; Meleagro, hijo del rey Eneo y de Altea; Orfeo, el mayor poeta; reyes de Calidonia, patria también de la virgen Atalanta; y Argo, el constructor de la famosa nave que habría de conducirles en su mítico viaje.
Habría que añadir además que Heracles fue propuesto como jefe de la expedición, pero él insistió en que fuera Jasón quien la mandara y así se hizo, tomando rumbo la nave a la isla de Lemnos, como etapa primera del recorrido. En la isla, que se había quedado sin hombres, pues las mujeres de la isla habían decidido unánimemente dar muerte a todos sus esposos por la descarada infidelidad de los mismos, los argonautas se vieron sorprendidos por el inesperado recibimiento y terminaron por acostarse con cuantas mujeres les tocaba en suerte.
Heracles prefirió permanecer fuera de la fiesta, al cuidado de la nave, "Argo", mientras los demás se afanaban gozosamente en su entrega a las mujeres, para contribuir a la repoblación de la isla, en peligro de extinción. Desde luego las mujeres no explicaron que la ausencia de maridos se debiera a una venganza, sino a una expulsión por el mismo motivo de la infidelidad, ya que no convenía inquietar a sus recién tomados amantes. En el reparto de amantes, Jasón fue distinguido con la reina Hipsípila, y con ella engendró al futuro rey de la isla, a Euneo y su hermano Nebrófono.
Finalmente, Heracles harto de esperar en vano el regreso de sus compañeros, decidió poner pie en tierra en la isla, para ir sacando como fuera a los argonautas de sus lechos de amor, recordándoles con firmeza cual era el verdadero motivo del viaje, tan distinto de aquella tan placentera e inesperada experiencia.
Y partieron los argonautas de la isla de Lemnos, poniendo rumbo hacia el nordeste. Cruzaron el Helesponto de noche, evitando la peligrosa vigilancia troyana sobre el estrecho paso, para internarse en el Preponto. Fue en ese mar donde comenzaron las tribulaciones, con repetidos ataques, misteriosas desapariciones, incluida la no muy bien aclarada de Heracles, quien para algunos dejó de estar con los argonautas entonces, mientras que muchos sostienen que permaneció en la expedición hasta el final. Se produjeron muchos y duros enfrentamientos entre quienes debían permanecer unidos. Todo ello como el prólogo que avisa de lo que de verdad aguarda más adelante.
Entonces, los argonautas empezaron a comprender lo que se escondía a lo largo de aquel aventurado trayecto. En la isla de Brébicos, Pólux se enfrentó al rey Amico, venciéndole y apoderándose de las riquezas de su palacio. Con ellas, emprendieron de nuevo el viaje y vinieron a dar con el sabio rey Fineo, quien les dio instrucciones para cruzar el Bósforo, subrayando el riesgo que representaban las rocas Cianeas. Éstas se encontraban a su entrada, siempre cubiertas de una impenetrable niebla y, al decir de los antiguos, estaban dotadas de movimiento para atrapar a las presas que entre ellas pasaban. También les advirtió sobre los usos y costumbres de la gente de la Cólquide, para que estuvieran avisados de cómo habrían de comportarse allí, amén de anunciarles que en esas tierras debían ponerse bajo la tutela de Afrodita. Con la ayuda de Fineo, los argonautas cruzaron felizmente el Bósforo y tocaron tierra en un islote, Tinias, en el cual juraron proseguir hasta el final juntos. Prosiguieron viaje, no sin haber vuelto a vivir nuevas aventuras y desventuras, e incluso dieron con su nave en el peñasco de Ares.
En la desolada isleta de Ares, tras haberse desembarazado de las molestas y peligrosas aves que en ella tenían su nido, salvaron los argonautas a cuatro náufragos de una muerte segura, encontrándose con que no eran otros que los hijos de Frixo, que iban camino de Grecia. Jasón les narró el motivo de su presencia allí, aquella promesa de devolver el cadáver de Frixo a su tierra natal y de llevarse asimismo el Vellocino de Oro. Los agradecidos náufragos decidieron ayudar en la medida de sus posibilidades a los expedicionarios y, con ellos, fueron hasta las costas de la Cólquide. Ya estaban en su destino, pero quedaba mucho hasta que pudieran lograr su doble propósito.
En principio, pensaban pedir a los habitantes del lugar la entrega voluntaria del Vellocino, de la respuesta dada dependería el resto de su plan. Con los hijos de Frixo se fueron hasta el palacio de Eetes, rey de la Cólquide y padre de la bella Medea, para presentar su petición. Eetes la escuchó de boca de Jasón, y respondió que sí podrían llevarse el Vellocino si antes cumplían una serie de requisitos nada sencillos de realizar: había que uncir una yunta de bueyes de fuego y metal creados por Hefesto y, con ese par de bestias, labrar el Campo de Ares, preparándolo para la siembra de los dientes de dragón dados por Atenea, los mismos dientes que Cadmo, fundador de Tebas, utilizó para poblar su ciudad con los hombres que de esa sementera nacieron. Jasón aceptó el desafío y se puso a ello, con el convencimiento de que la hazaña exigida era un razonable precio. Afortunadamente, no estaba solo, los dioses olímpicos seguían con preocupación la situación y estaban buscando la manera de facilitar su tarea.
Como bien había pronosticado Fineo, era bueno ponerse bajo la tutela de Afrodita, pues ella había urdido el plan perfecto para ayudar a Jasón. En efecto, hizo que su hijo Eros disparase una flecha al corazón de Medea. Tocada de amor por Eros, Medea se presentó como voluntaria colaboradora de Jasón, dándole un ungüento que le protegerá del fuego de los toros. A cambio ella quiere volver como su esposa en el "Argo" y él, tranquilizado por la oferta, se comprometió a serle fiel hasta la muerte, mientras se untaba con aquel preparado y realizaba la hazaña en un día y una noche.
Sólo que quien no pensaba cumplir su parte era Eetes y Medea, enterada de lo que su padre barruntaba, ayudó con sus artes a Jasón a hacerse con el Vellocino de Oro, huyendo después hasta el barco y partiendo hacia aguas abiertas con toda la tripulación a bordo. Muchos fueron los problemas, desde luchas a cantos de sirenas, pero el "Argo" volaba sobre las olas hasta que tocó las costas de Tesalia.
Los argonautas lograron su objetivo justo cuando ya todos los creían muertos y el malvado rey Pelias había asesinado a los padres de Jasón, creyendo que nadie les vengaría. De nuevo Medea, con su poder de convicción y su astucia, se prestó a matar a Pelias y así fue. Ella entró en la ciudad, llegó hasta el rey y, convenciendo a las tres hijas de Pelias para que le dieran trabajo, lo mató y mando descuartizar.
Jasón, triunfador, puso el Vellocino en el templo de Zeus y se marchó con la magnífica Medea de vuelta a la Cólquide, a reinar en el trono de Eetes, que ahora correspondía a su hija. A los diez años, Jasón, quiso dejar a Medea, alegando que temía que fuera letal para él como lo había sido para todo el que a ellos se opuso y trató de separarles y además porque quería unirse a otra mujer, a la hija de Creante, a la joven Glauce.
Medea sí admitió que había matado a muchos, no a uno sólo, por Jasón, pero también quiso hacer recordar que una vez, al conocerse, él había jurado eterna fidelidad. No logró hacer cambiar a su marido de pensamiento y dejó creer que aceptaba el divorcio, incluso ofreció a la nueva esposa una diadema de oro para su lucimiento.
En la cabeza de Glauce, la diadema estalló en llamas y acabó con su vida y con la de todos los presentes, salvo Jasón, único que pudo huir del escenario de la venganza justo a tiempo, pero no el suficiente como para alcanzar a su esposa Medea, que huía tras haber dado muerte a los hijos del matrimonio. Sobre tal asesinato existen versiones que defienden que Medea los sacrificó en honor a Hera para que fueran inmortales, otras que los mató en un rapto de locura, o bien que los abandonó a su triste suerte, puesto que, en este caso se atribuye a los irritados corintios la muerte de las criaturas.
Angustiado y desesperado por su impotencia, Jasón emprendió un largo errar por el mundo, despreciado por todos, amigos o desconocidos; su vida fue tan larga como triste, pues ya no le quedaba más que el dolor y la soledad culpable. Hasta su misma muerte fue tan implacable con él como lo había sido la última parte de su vida. Está escrito que el anciano Jasón, que pasaba como una sombra ante los ojos de todos, se sentó bajo su barco varado en Corinto y dejó que el tiempo pasara envolviéndole en sus recuerdos y penalidades. Cuando ya estaba decidido a quitarse la vida junto a la que fue la nave de su aventura, el viejo casco se volcó inexplicablemente, aplastándole contra el suelo, como si la cansada nave también quisiera ratificar con ello el general desprecio del mundo hacia el fatuo e infiel Jasón.
De Medea se cuenta que, tan admirada por los dioses, como despreciado lo era Jasón, y respetada por los humanos por su entrega total, por su firmeza y por todos los mágicos recursos que supo manejar en favor de la causa de su desagradecido marido, terminó por alcanzar la inmortalidad y elevarse a la majestuosidad de los Campos Elíseos, mientras que los griegos la recordaban como una ejemplar divinidad, y las generaciones sucesivas mantuvieron el fuego sagrado de su culto en los muchos altares a ella consagrados.
Así fueron transcurriendo los años, hasta que un día, a orillas del río Anauro, y tras haber recibido la odiosa visita de la vengativa Hera, en forma de una pobre anciana que le pedía ayuda para cruzarlo, casi muere ahogado por la diosa, que había ido en su busca para castigarle personalmente por no haber recibido de él el sacrificio ritual. Con él topó Pelias, quien quiso saber quién era el joven que se encontraba de tal guisa. Jasón dijo que era un pupilo de Quirón, pero añadió su filiación de hijo del rey Esón y de la reina Polimela. Pelias quedó impresionado al encontrarse cara a cara con quien estaba dicho que había de acabar con él. Entonces quiso saber de Jasón lo que el joven haría si estuviera en su caso, pero sin decirle quién era quien le preguntaba tal cuestión. La respuesta de Jasón fue sencilla: él haría que el pretendido matador fuera hasta la Cólquide, en busca de aquel Vellocino de Oro que había sido colocado allí como recuerdo por Frixo, tras su milagroso salvamento. Tras sus palabras, Pelias hizo saber a Jasón que él era el rey, el mismo que le había perseguido desde la cuna. Jasón no se inmutó por tal anuncio, limitándose a aprovechar su presencia para exigir la inmediata restitución del reino que Pelias usurpaba. Contra todo pronóstico, Pelias accedió, aunque impuso a Jasón una sola condición para recuperar la corona.
Como es lógico pensar Pelias mandó a Jasón lo que él mismo le había contestado que haría en su lugar. Aunque hay quien dice que fue Hera quien le indujo a decirlo. El caso es que el pretendiente al trono debía ir hasta la Cólquide para traer consigo el Vellocino de Oro. Pelias explicó que estaba sufriendo constantemente la presencia del torturado espíritu de Frixo, exigiéndole que hiciera que su cuerpo, que yacía en las lejanas tierras de la Cólquide, allá en el Asia, fuera devuelto a Tesalia, para que su alma tuviera el descanso anhelado.
Si Jasón era capaz de realizar el viaje, desafiar a la bestia que guardaba el lugar en permanente vigilia, y luego se traer el cuerpo y el vellocino de vuelta a casa, Pelias estaba más que dispuesto a afirmar que, en ese caso, renunciaría gustoso a su discutida corona en favor de Jasón. A partir de ese momento, sería más que feliz por poderse retirar del poder, para limitarse a descansar sin más sobresaltos hasta el cercano fin de sus días.
Oída la petición del anciano, Jasón aceptó la proposición que parecía correcta y se puso en marcha una grandiosa operación, destinada a buscar por toda Grecia a los casi cincuenta primeros valientes, que quisieran ser sus marineros. A los casi cincuenta hombres que deberían acompañarle, atravesando toda clase de peligros sin nombre, en la arriesgada expedición hasta la Cólquide. Al mismo tiempo, para acelerar al máximo la partida se alistó el barco que habría de ser movido con las velas y con la fuerza de cincuenta remeros. De nombre recibió el apelativo de "Argo", que quiere decir “el veloz”, y hasta la generosa diosa Atenea colaboró en la preparación religiosa del navío que iba a ser utilizado para la expedición. Ella colocó la verga, tallada en la madera del roble sagrado de Zeus, sobre la proa del "Argo", para que su presencia abriese el camino y protegiera al capitán y a sus tripulantes de todos los peligros que estaban a punto de acecharles.
Mientras terminaban de preparar su embarcación, Jasón reclutó a los más bravos griegos, los cuarenta y siete hombres, una mujer y un tránsfuga, que junto a Jasón sumaban el número cincuenta. Todos serían conocidos como los argonautas. La mujer era Atalanta de Calidón, una célebre cazadora. Ceneo era el lapita tránsfuga que antes había sido mujer. Y entre los cuarenta y siete restante podría destacarse, entre otros muchos, a el máximo héroe Heracles, todavía en espera de la divinidad final; los hermanos Cástor y Pólux; Oileo, el padre de otro héroe, el gran Ayax; Meleagro, hijo del rey Eneo y de Altea; Orfeo, el mayor poeta; reyes de Calidonia, patria también de la virgen Atalanta; y Argo, el constructor de la famosa nave que habría de conducirles en su mítico viaje.
Habría que añadir además que Heracles fue propuesto como jefe de la expedición, pero él insistió en que fuera Jasón quien la mandara y así se hizo, tomando rumbo la nave a la isla de Lemnos, como etapa primera del recorrido. En la isla, que se había quedado sin hombres, pues las mujeres de la isla habían decidido unánimemente dar muerte a todos sus esposos por la descarada infidelidad de los mismos, los argonautas se vieron sorprendidos por el inesperado recibimiento y terminaron por acostarse con cuantas mujeres les tocaba en suerte.
Heracles prefirió permanecer fuera de la fiesta, al cuidado de la nave, "Argo", mientras los demás se afanaban gozosamente en su entrega a las mujeres, para contribuir a la repoblación de la isla, en peligro de extinción. Desde luego las mujeres no explicaron que la ausencia de maridos se debiera a una venganza, sino a una expulsión por el mismo motivo de la infidelidad, ya que no convenía inquietar a sus recién tomados amantes. En el reparto de amantes, Jasón fue distinguido con la reina Hipsípila, y con ella engendró al futuro rey de la isla, a Euneo y su hermano Nebrófono.
Finalmente, Heracles harto de esperar en vano el regreso de sus compañeros, decidió poner pie en tierra en la isla, para ir sacando como fuera a los argonautas de sus lechos de amor, recordándoles con firmeza cual era el verdadero motivo del viaje, tan distinto de aquella tan placentera e inesperada experiencia.
Y partieron los argonautas de la isla de Lemnos, poniendo rumbo hacia el nordeste. Cruzaron el Helesponto de noche, evitando la peligrosa vigilancia troyana sobre el estrecho paso, para internarse en el Preponto. Fue en ese mar donde comenzaron las tribulaciones, con repetidos ataques, misteriosas desapariciones, incluida la no muy bien aclarada de Heracles, quien para algunos dejó de estar con los argonautas entonces, mientras que muchos sostienen que permaneció en la expedición hasta el final. Se produjeron muchos y duros enfrentamientos entre quienes debían permanecer unidos. Todo ello como el prólogo que avisa de lo que de verdad aguarda más adelante.
Entonces, los argonautas empezaron a comprender lo que se escondía a lo largo de aquel aventurado trayecto. En la isla de Brébicos, Pólux se enfrentó al rey Amico, venciéndole y apoderándose de las riquezas de su palacio. Con ellas, emprendieron de nuevo el viaje y vinieron a dar con el sabio rey Fineo, quien les dio instrucciones para cruzar el Bósforo, subrayando el riesgo que representaban las rocas Cianeas. Éstas se encontraban a su entrada, siempre cubiertas de una impenetrable niebla y, al decir de los antiguos, estaban dotadas de movimiento para atrapar a las presas que entre ellas pasaban. También les advirtió sobre los usos y costumbres de la gente de la Cólquide, para que estuvieran avisados de cómo habrían de comportarse allí, amén de anunciarles que en esas tierras debían ponerse bajo la tutela de Afrodita. Con la ayuda de Fineo, los argonautas cruzaron felizmente el Bósforo y tocaron tierra en un islote, Tinias, en el cual juraron proseguir hasta el final juntos. Prosiguieron viaje, no sin haber vuelto a vivir nuevas aventuras y desventuras, e incluso dieron con su nave en el peñasco de Ares.
En la desolada isleta de Ares, tras haberse desembarazado de las molestas y peligrosas aves que en ella tenían su nido, salvaron los argonautas a cuatro náufragos de una muerte segura, encontrándose con que no eran otros que los hijos de Frixo, que iban camino de Grecia. Jasón les narró el motivo de su presencia allí, aquella promesa de devolver el cadáver de Frixo a su tierra natal y de llevarse asimismo el Vellocino de Oro. Los agradecidos náufragos decidieron ayudar en la medida de sus posibilidades a los expedicionarios y, con ellos, fueron hasta las costas de la Cólquide. Ya estaban en su destino, pero quedaba mucho hasta que pudieran lograr su doble propósito.
En principio, pensaban pedir a los habitantes del lugar la entrega voluntaria del Vellocino, de la respuesta dada dependería el resto de su plan. Con los hijos de Frixo se fueron hasta el palacio de Eetes, rey de la Cólquide y padre de la bella Medea, para presentar su petición. Eetes la escuchó de boca de Jasón, y respondió que sí podrían llevarse el Vellocino si antes cumplían una serie de requisitos nada sencillos de realizar: había que uncir una yunta de bueyes de fuego y metal creados por Hefesto y, con ese par de bestias, labrar el Campo de Ares, preparándolo para la siembra de los dientes de dragón dados por Atenea, los mismos dientes que Cadmo, fundador de Tebas, utilizó para poblar su ciudad con los hombres que de esa sementera nacieron. Jasón aceptó el desafío y se puso a ello, con el convencimiento de que la hazaña exigida era un razonable precio. Afortunadamente, no estaba solo, los dioses olímpicos seguían con preocupación la situación y estaban buscando la manera de facilitar su tarea.
Como bien había pronosticado Fineo, era bueno ponerse bajo la tutela de Afrodita, pues ella había urdido el plan perfecto para ayudar a Jasón. En efecto, hizo que su hijo Eros disparase una flecha al corazón de Medea. Tocada de amor por Eros, Medea se presentó como voluntaria colaboradora de Jasón, dándole un ungüento que le protegerá del fuego de los toros. A cambio ella quiere volver como su esposa en el "Argo" y él, tranquilizado por la oferta, se comprometió a serle fiel hasta la muerte, mientras se untaba con aquel preparado y realizaba la hazaña en un día y una noche.
Sólo que quien no pensaba cumplir su parte era Eetes y Medea, enterada de lo que su padre barruntaba, ayudó con sus artes a Jasón a hacerse con el Vellocino de Oro, huyendo después hasta el barco y partiendo hacia aguas abiertas con toda la tripulación a bordo. Muchos fueron los problemas, desde luchas a cantos de sirenas, pero el "Argo" volaba sobre las olas hasta que tocó las costas de Tesalia.
Los argonautas lograron su objetivo justo cuando ya todos los creían muertos y el malvado rey Pelias había asesinado a los padres de Jasón, creyendo que nadie les vengaría. De nuevo Medea, con su poder de convicción y su astucia, se prestó a matar a Pelias y así fue. Ella entró en la ciudad, llegó hasta el rey y, convenciendo a las tres hijas de Pelias para que le dieran trabajo, lo mató y mando descuartizar.
Jasón, triunfador, puso el Vellocino en el templo de Zeus y se marchó con la magnífica Medea de vuelta a la Cólquide, a reinar en el trono de Eetes, que ahora correspondía a su hija. A los diez años, Jasón, quiso dejar a Medea, alegando que temía que fuera letal para él como lo había sido para todo el que a ellos se opuso y trató de separarles y además porque quería unirse a otra mujer, a la hija de Creante, a la joven Glauce.
Medea sí admitió que había matado a muchos, no a uno sólo, por Jasón, pero también quiso hacer recordar que una vez, al conocerse, él había jurado eterna fidelidad. No logró hacer cambiar a su marido de pensamiento y dejó creer que aceptaba el divorcio, incluso ofreció a la nueva esposa una diadema de oro para su lucimiento.
En la cabeza de Glauce, la diadema estalló en llamas y acabó con su vida y con la de todos los presentes, salvo Jasón, único que pudo huir del escenario de la venganza justo a tiempo, pero no el suficiente como para alcanzar a su esposa Medea, que huía tras haber dado muerte a los hijos del matrimonio. Sobre tal asesinato existen versiones que defienden que Medea los sacrificó en honor a Hera para que fueran inmortales, otras que los mató en un rapto de locura, o bien que los abandonó a su triste suerte, puesto que, en este caso se atribuye a los irritados corintios la muerte de las criaturas.
Angustiado y desesperado por su impotencia, Jasón emprendió un largo errar por el mundo, despreciado por todos, amigos o desconocidos; su vida fue tan larga como triste, pues ya no le quedaba más que el dolor y la soledad culpable. Hasta su misma muerte fue tan implacable con él como lo había sido la última parte de su vida. Está escrito que el anciano Jasón, que pasaba como una sombra ante los ojos de todos, se sentó bajo su barco varado en Corinto y dejó que el tiempo pasara envolviéndole en sus recuerdos y penalidades. Cuando ya estaba decidido a quitarse la vida junto a la que fue la nave de su aventura, el viejo casco se volcó inexplicablemente, aplastándole contra el suelo, como si la cansada nave también quisiera ratificar con ello el general desprecio del mundo hacia el fatuo e infiel Jasón.
De Medea se cuenta que, tan admirada por los dioses, como despreciado lo era Jasón, y respetada por los humanos por su entrega total, por su firmeza y por todos los mágicos recursos que supo manejar en favor de la causa de su desagradecido marido, terminó por alcanzar la inmortalidad y elevarse a la majestuosidad de los Campos Elíseos, mientras que los griegos la recordaban como una ejemplar divinidad, y las generaciones sucesivas mantuvieron el fuego sagrado de su culto en los muchos altares a ella consagrados.
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